Anacreonte
Nació en Teos o Teya, ciudad jónica, no se sabe en qué año, pero mucho antes de la conquista de su ciudad natal por Harpago y la huída de sus pobladores, que fueron a repoblar a Abdera, en Tracia, hacia el 540 antes de nuestra era. Puede fijarse su nacimiento hacia el 559. Se afirma que le unió estrecha amistad con el tirano de Samos Polícrates, y que por este tiempo era ya poeta célebre, permaneciendo aquí hasta la muerte de su protector, en 522, asesinado por Oretes, sátrapa de Cambises. Los Pisistrátidas, que gobernaban en Atenas, distinguiéndose por el apoyo que prestaban a todos los poetas célebres, le llamaron a esta ciudad, donde vivió muchos años. Más tarde estuvo en la Tesalia, atraído por la generosidad de los Alévadas. Trasladado a su patria Teos, ya reconstruida, aun vivía en ella cuando ocurrió la rebelión de los jonios contra Darío y allí probablemente murió a la avanzada edad de 81 años, conservando hasta entonces su inspiración e ingenio, como lo demuestra el conocérsele entre los escritores antiguos por el viejo de Teos. Una pepita de uva que le ahogó fue la causa de su muerte.
La celebridad que adquirió en la antigua Grecia débese no sólo a su mérito intrínseco, sino también a haber dado a sus poesías un tinte voluptuoso que embriagaba de placer a sus compatriotas. No había nacido Anacreonte, ingenio esencialmente templado, para cantar los grandes asuntos, y así lo declara en una de sus más bellas composiciones, a la Lira: así, no los trató nunca. Su poesía es la del hombre que mira la vida bajo un prisma sonriente, que solo halla en su camino risas y placeres, que describe con delicados colores cuanto puede halagar los sentidos, que, en fin, vive entregado por entero a los amores y a los deleites de la mesa. Sus versos destruyen la sana moral, porque presentan el vicio con atractivas galas y elogian los objetos más contrarios a la virtud. Canta al bello sexo, y afirma que cuanto más próximo se halle el día de la muerte, tanto más anhelo debemos sentir por la satisfacción de nuestros placeres, porque con el sepulcro todo acaba. Un escritor moderno dice que este vate escribía con pluma de oro empapada en esencia de rosas, y que sus imágenes suaves como el rocío, sus poesías delicadas, sus descripciones sencillas y naturales, sus conceptos variados, y la armonía de sus amorosas y festivas canciones a la vez que imprimen novedad a los objetos más vulgares, colocan a su autor en lugar preferente entre los poetas clásicos, no habiendo entre los griegos cultivadores del erotismo otro que aventaje en este género a nuestro biografiado. En efecto, aun siendo pocos los cantos que a nosotros han llegado íntegros, bastan, con los fragmentos de los demás, para justificar el entusiasmo de sus contemporáneos y de todos los escritores antiguos por el poeta de Teos. Es difícil descubrir, en la colección que lleva su nombre, lo que es realmente suyo y lo que pertenece a sus imitadores. Desde luego algunos hay que rechazarlos por su afectación, y otros por sus tendencias epigramáticas, caracteres ambos de una época posterior. La poesía de Anacreonte es sencilla, ingenua, correcta, enérgica y vigorosa en ocasiones, graciosa y risueña, tiernamente patética, pero nunca afectada. Entre los ciento cincuenta y tantos pasajes que los escritores de la antigüedad copiaron, apenas hay uno perteneciente a cualquiera de los poemas que se le atribuyen y que nosotros conocemos. Entre las auténticas, figura una alegoría compuesta de estrofas de cuatro versos cada una y que dice así: «Yegua de Tracia, ¿porqué me miras al soslayo, y huyes de mí implacablemente, cual si yo no supiese algo bueno? Sábete que te enfrenaré según las reglas, y que con las riendas en la mano te haré dar vueltas en torno de la palestra. Ahora paseas en los prados, y te burlas dando ligeros saltos, porque no tienes un jinete diestro que sepa domar tu fogosidad». De las incluidas en las colecciones pueden citarse: la Lira, las Mujeres, el Amor resfriado, la Paloma, A sí mismo, A una joven, la Rosa, etc.
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